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La noche tiene
olor a asado. Salgo al patio, inflo el pecho, me relamo. Miro para arriba y ahí
está la luna, después de los cables. No creo en la luna.
Creo en el edificio de enfrente: la noche oscura
tapa todo y las ventanas luminosas aparecen flotando en fila, prolijitas. Ahí
está el tío, acompañado de sombras. Él
sí que sabe de asados. En su casa hay posters de cortes vacunos y fotografías
de caballos y toros, contemplarlos es
una maravilla. En las otras ventanas se
recortan familias, ancianos, y mascotas pequeñas.
No creo en las
constelaciones. Me identifico con los
humanos, me conmueve el detalle de todo
lo cercano. Dentro de algunos años,
tendré hijos, gordos e irreverentes. Y cuando crezcan les voy a enseñar una
cosa, una cosa muy grave que mi madre se olvidó. Voy a casarme con un plomero,
un cazador o un electricista, para que mis hijos aprendan un arte manual. Una
técnica cualquiera, da igual, pero que no les pase como a mí, que me faltó una
educación y me costó bastante aprender a hacer un pancho. Y después de la cena
y antes de dormirnos, voy a poner siempre música con cancioneros para que
cantemos el plomero, yo y mis hijos. Mi
casa será siempre una fiesta. Un jardín con camas y mesas que apenas se vean
entre las hojas y las flores. También tendremos animales, y si mis hijos
quieren entrar pájaros, no voy a decirles no.
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